domingo, 7 de enero de 2007

Lágrimas al mar

Lágrimas al mar
Enero 2005 (día)


Pese a los años y sus sueños rotos, el malecón habanero logra conservar intacto ese agónico perfume del cual bebo dobles semanalmente. Un portentoso muro centenario e infinidad de vendedores ambulantes que van y vienen, recrean una escena que parece dibujada sobre lienzo. Esta joya antillana es, sin dudas, uno de esos lugares donde las pupilas se extravían y el oído se nos adormece bajo la tenue melodía de un lejano bolero sin fin. Fue allí, entre olas invernales, donde las palabras de una desconocida hicieron que mi alma se arquease hasta crepitar.
Aquel día, aunque la temperatura helaba y los árboles danzaban violentamente a merced del viento, decidí salir a mi caminata dominical sin más abrigo que una playera desmangada y un ligero short deportivo. Me encontraba demasiado estresado por los estudios debido a que se acercaba el fin del semestre escolar y necesitaba sentir las finas dagas del invierno lamer mi piel. La calle Veintitrés estaba tan viva como siempre: Los niños correteaban por las aceras pertrechados de caramelos y globos mientras los adultos, como torbellinos, mecían mi cabellera tras su paso acentuado por relojes que miraban continuamente.
Recién comenzó la cantata matinal de pregones cuando me di cuenta que estaba acercándome al océano, mi pelo se balanceaba violentamente al compás de la brisa marina y el aire cargado de sal cosquilleaba mi nariz haciéndome estornudar a continuo. Al llegar, el alba comenzaba a despuntar; me apoyé en el muro de piedra a observar fascinado la lucha entre un Sol que se empeñaba en hacer brillar a contraluz las gotas de agua que bañaban mi cara y una espesa nube gris, traviesa, que jugaba a opacarlo. Tras varios intentos por imponerse, el astro rey se rindió bajo el abrazo fatal de su coqueta seductora.
Caminé varios minutos sumido en el romper de las olas bordeando la bahía de la Habana al encuentro de la fortaleza del Morro. Solo algunos vendedores de maní o parejas enamoradas desviaban mi atención interrumpiendo de vez en cuando mis cavilaciones.
Me había relajado un poco cuando palpé en el bolsillo derecho del short la pequeña cámara digital que un amigo me había prestado para que me tomara fotos. Rápidamente repasé el lugar con el propósito de encontrar algún experto improvisado para la ocasión. La mirada se detuvo en una joven que descansaba sentada de cara al mar descalza con los zapatos sobre el muro. Me acerqué como quien quiere sorprender, y luego de darle un golpecito amistoso en el hombro, le mostré la cámara acompañada de una amplia sonrisa. Volteó lentamente. Su pelo era tan rubio que irradiaba luz, y su fino escote descubría una porción de dulcísima piel dorada. Vestía con una elegancia provocativa: blusa de seda bien ajustada que calcaba unos oscuros pezones y falda semitransparente que descendía hasta los tobillos. Tras su fina nariz aguileña sorprendían dos ojos verdes por los que se deslizaba el llanto dejando a su paso un húmedo surco que moría en la barbilla.
Aquella visión opacó mi alma. Me senté por instinto a su lado sin pronunciar palabra alguna y dejé arrastrar mi vista por una ola que se acercaba pesadamente. Transcurrieron varios minutos antes de que intentara mover un músculo. Me disponía a hablarle cuando apretó mi muslo con su mano diciendo:
- Pronto moriré y hoy me di cuenta del terrible error que he cometido- confesó sin preámbulos-. Desde que los médicos descubrieron que tengo cáncer no he hecho más que tomar cócteles de pastillas y seguir un riguroso tratamiento que a penas me deja tiempo para pensar. Dejé mi trabajo, abandoné mis amigos y me encerré entre cuatro paredes para intentar preservar mi salud ¿Y de que sirvió?, ayer me dijeron que tratara de disfrutar el par de meses que me quedan de vida. ¡Coño!, si al menos me lo hubiesen dicho antes. ¿Crees que exista algún dios allá arriba?- preguntó en un susurro.
- No lo se- fueron las toscas palabras que brotaron de mis labios. No recuerdo haber respirado siquiera desde el momento en que comenzó ha hablar. Me daba la sensación de que no era yo quien estaba sentado al lado de una desconocida que me sumía a la fuerza en el lago de su angustiosa vida. La realidad se difuminó e imaginé que contaba mis días, que me sentaba en el balance de una sala amueblada con telarañas a esperar la muerte, que besaba pastillas antes de tomarlas pidiéndoles deseos. Cuando recobré el sentido, ella me miraba, su cara parecía la de un perro triste. Por segunda vez, tampoco me dejó hablar.
- Solo espero que no sea tarde aún para arrepentirme de mis pecados- balbuceó entre sollozos ahogados. Cuando me dijeron que estaba enferma, lo tomé con mucha firmeza, hice mi horario de vida y todo. Hasta ayer pensaba que era una persona fuerte, y que si llegara la certeza de la muerte, no me derrumbaría. Que equivocación, parece que todo el mundo cree que está preparado para ella hasta que le toca la ventana. Pasé la noche aquí repitiéndome cientos de veces que iba a morir y aun no me acostumbro a la idea; sigo aferrada aunque se que no tiene caso. Tengo miedo -fueron sus últimas palabras.
Mientras se volteaba para irse alcancé a ver como un rayo de Sol atravesaba la densa lágrima chispeante que se apagó en el mar. Se alejó con prisa, llevaba el vestido mojado y los zapatos en la mano izquierda. No puedo precisar que tiempo permanecí sentado, viendo como mis lágrimas se suicidaban en la inmensa caldera hirviente de agua salada que tenía bajo los pies. Volví en mí cuando una pareja me pidió dulcemente que les hiciera una foto con la cámara que él traía en la mano.
No supe siquiera su nombre, ya ha pasado bastante tiempo desde aquel día y aun permanece el recuerdo en mi mente como si hubiese ocurrido ayer. Algunas mañanas despierto con un vacío en el pecho y me preguntó que habrá sido de aquella muchacha de mirada triste que me enseñó a apreciar más la vida. Supongo que ya debe haber alguna lápida con su nombre tatuado y una madre que va todos los domingos al cementerio a depositar flores mientras yo respiro el aire salado del malecón; no lo se, de todas formas sigo buscando sobre el muro aquellos rizos amarillos que emanaban luz.